En el Palacio Legislativo conmemoramos el Día de Muertos con un concurso de altares entre las diferentes áreas administrativas del Congreso. Este año hasta nos hicieron el honor de visitarnos el gobernador Cuitláhuac García Jiménez, el secretario de Gobierno, Eric Cisneros Burgos, y muchas amigas, amigos y hasta vecinos de aquí donde estamos, en la colonia El Mirador. Fue una convivencia alegre como suele ser la fiesta de muertos en México. Música, comida, bromas, risas.

Pero Día de Muertos, al fin, fue inevitable una punzada de tristeza al ver algunas de las fotos de los altares. Para mí, sobre todo, Moisés Castro y Rafa Azcoitia. Moi se fue en junio del año pasado y Rafa hace menos de cinco meses.

Con el paso del tiempo, en el transcurso de la vida, de forma inevitable nuestros recuerdos se llenan, poco a poco, de gente muerta.

Gente que, muchas veces, no pensamos que se iban a ir tan pronto y cuya partida nos resultó insólita.

Gente cuyos pasos por este mundo se cruzaron con los nuestros. Gente que dejó una huella en nosotros porque eran de nuestra sangre, porque vivieron en el vecindario de nuestra niñez, porque coincidimos en la aventura de la vida o porque, simplemente, nos ligó el cariño, la gratitud, el respeto y la confianza que se van tejiendo con quienes compartimos quehaceres y proyectos.

También, con el paso del tiempo, nuestra memoria de lo remoto parece adquirir una renovada intensidad. Sonidos, olores y sabores se nos presentan con la misma claridad con la que registramos el presente.

Los ruidos de la casa de la abuela Chita hace 40 años, la risa de mi Manita Mary o de su mamá Valiente Marcela, la voz de un amigo como Moi o Rafa que se han ido para siempre acuden a nuestra memoria con una nitidez que, al mismo tiempo, reconforta y aflige. Consuela abrigar sus recuerdos pero duele que ahora sean sólo eso.

Yo, al menos, soy capaz de recrear para mis adentros la voz de mi abuela, de mi tía Tilde o de alguno de mis tíos fallecidos como si estuvieran hablándome ahora mismo.

Si es cierto, como dicen, que estamos hechos de nuestra memoria, habría que añadir, entonces, que también estamos hechos de nostalgia, del dolor por lo perdido.

A quienes nos mueve la fe en Dios, debemos agregar otro ingrediente: la esperanza. ¿Se han ido para siempre los muertos o nos veremos otra vez? Yo creo que sí nos vamos a ver de nuevo. Estoy convencido de que algún día voy a volver a abrazar a mi abuela Chita.

Por lo pronto, nuestro altar ganador –de la Secretaría de Servicios Legislativos- está exhibido en el corredor exterior del Palacio de Gobierno, frente a la Plaza Lerdo, a donde nos hicieron el favor de invitarnos. No olviden irlo a ver.